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El arte de caer mal

El tiempo de verdad que se encarga de acomodar las calabazas mientras avanza la carreta.

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Por: Carolina Hernández

SAN PERO GARZA GARCÍA, Nuevo León.- Hola qué tal, yo soy Carolina Hernández y este es Sin Esdrújulas, tu micro mini podcast en el que escribo cosas que luego leo para agradarles mucho, porque eso es lo que buscamos, ¿no?, agradar.

Hablemos de eso.

Hace días me topé esta frase.


Es del joven escritor Gian Franco Huacache, de su libro Layla, el primero de una saga de novelas sobre la vida de Layla Escalante, una escritora obsesionada con la desaparición de su mejor amiga de la infancia o eso cree, porque hay un plot twist pero ese no es el tema orita.

El caso que cuando la leí, recordé la plática que tuve hace unas semanas con una morra que aprecio un montón y que cuando le veía en redes pensaba, guey, que chido se la pasa haciendo sus reels y sus stories.

Pero ya en la chorcha me contó que hace años tuvo una severa crisis tras una de esas pendejas cancelaciones de las redes sociales.

Me dolió mucho, dijo y aqui lanzó la frase: “porque a mi me gusta agradar” y eso nos llevó a un viaje de introspección durísimo sobre si a mi de verdad me vale pico la gente a la que no le agrado… que dicho sea de paso, no es poca.

Y desde entones he pensado mucho en eso.

¿Cómo llegué -si es que llegué- al punto en el que entendí que una no puede caerle bien a todo mundo y que eso está bien?

La respuesta fácil es que con los años.

El tiempo de verdad que se encarga de acomodar las calabazas mientras avanza la carreta. Con los años, empezamos a darle importancia a las cosas que de verdad tienen importancia. Empezamos a priorizarnos. A ponernos primero.

Pero también es el resultado de un profundo ejercicio de introspección, es decir, mirarse pa dentro y tratar de comprender el origen de nuestras propias emociones.

Porque sientes lo que sientes.

Inevitablemente, eso nos lleva a la infancia, el espacio temporal donde todo lo que somos comenzó a formarse.

Y resulta que nos damos cuenta que es la infancia cuando comienza nuestra necesidad de agradar, porque llegamos a la conclusión de que somos merecedoras de amor en la medida en que hacemos cosas por los demás.

Qué buena niña, mira lo obediente que es.

Mira lo bien que se porta.

Mira cómo todos la quieren.

Complacemos, y asociamos esa complacencia con amor. Y no importa cuánto lo neguemos, queremos amor. Y amor bonito.

Nos llega el síndrome de Wendy.

Esa niña de 12 años, que se enamora Peter Pan, un niño que huyó de sus responsabilidades para vivir en el país de Nunca Jamás.

¿Y qué es lo que hace ella?

Se hace cargo de él, pero también de sus hermanos, pero también de los niños perdidos, pero también de resolver todo. ¿Para qué? Para que la quieran.

Bueno, pero entonces ¿cómo hacemos para lidiar con la idea de que no todo mundo nos va a querer y eso está bien?

Primero, entender que todas las personas necesitamos de reconocimiento; pero que ese no debe depender solo de los demás.

Aprender que la cuchara solo puede sacar lo que hay en la olla, es decir, lo que dicen los demás de nosotras habla más de los demás que de nosotras.

Y la que a mí me sirve más es ver qué clase de persona es a la que le caigo mal… en una de esas, hasta quiere decir que estoy haciendo las cosas bien.