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La fama te nombra, pero el prestigio te define.
"Hoy más que nunca es necesario tener esta conversación, especialmente con las nuevas generaciones."
Basta con un clic, una ocurrencia bien producida, una frase provocadora o una coreografía para que alguien se vuelva “famoso”. En segundos, un nombre desconocido puede invadir pantallas, generar conversación e incluso despertar admiración. Pero, ¿qué hay detrás de ese brillo inmediato? ¿Qué queda cuando los reflectores se apagan?
La fama se ha democratizado. Hoy no necesitas una carrera, una trayectoria ni siquiera un motivo profundo. Solo necesitas atención. Y si logras capturarla, aunque sea por unos minutos, entras al juego. El problema es que la fama sin fondo esa que se alimenta solo de exposición no construye nada duradero. Es como una llamarada: intensa, visible… y efímera.
No tengo nada en contra de la fama. De hecho, puede ser una gran herramienta si sabes para qué la quieres. Lo que cuestiono es cuando se persigue sin un propósito claro, cuando se convierte en un fin en lugar de un medio. Porque ahí es cuando las personas se pierden. Se desgastan intentando sostener una imagen que no tiene raíz, una narrativa que no refleja quiénes son, sino quiénes creen que deberían parecer.
El prestigio, en cambio, no llega de golpe. No se viraliza. No se improvisa. El prestigio se construye con tiempo, con actos repetidos, con decisiones éticas incluso cuando nadie está observando. Nace de la congruencia, del trabajo bien hecho, de la huella que dejas en otros. Es silencioso, sí, pero también poderoso. Es lo que hace que las puertas se abran no solo por lo que haces, sino por lo que representas.
En mi experiencia como asesora de imagen y reputación, he visto cómo muchas personas se deslumbran por la posibilidad de “ser alguien”, sin darse cuenta de que ya lo son. Solo que aún no lo han comunicado desde su autenticidad. Quieren el escenario antes de fortalecer su voz. Quieren el micrófono sin tener claro el mensaje.
Hoy más que nunca es necesario tener esta conversación, especialmente con las nuevas generaciones que han crecido en la cultura del “me gusta”. A esos jóvenes que sueñan con ser famosos, les diría: está bien soñar con ser vistos, pero sueña más con ser recordado. Está bien querer aplausos, pero que no te falte el respeto por ti mismo.
La fama te da público. El prestigio te da peso. La fama es lo que la gente dice de ti cuando estás de moda. El prestigio es lo que dicen cuando ya no estás presente.
Y para quienes ya tienen un nombre hecho, pero sienten que han vivido más para complacer que para construir, nunca es tarde para replantearse: ¿Qué tipo de legado quiero dejar? Porque al final, lo que trasciende no es cuántos seguidores tuvimos, sino a cuántas personas tocamos con nuestro ejemplo, con nuestra causa, con nuestra verdad.
El prestigio es un acto de resistencia. No busca brillar por encima de los demás, sino reflejar luz propia desde la integridad. No busca gustar a todos, sino ser fiel a lo que uno representa. Y ese, aunque menos popular, es un camino que deja huella.
Así que si estás decidiendo cómo mostrarte al mundo, no te preguntes solo “¿cómo quiero que me vean?”, sino “¿qué quiero que digan de mí cuando yo no esté en la sala?”. La respuesta a esa pregunta puede cambiar no solo tu estrategia de imagen, sino tu vida entera.
Tu decides, ¿quieres fama o prestigio?
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